Soy hincha de Universitario de Deportes y estoy soliviantado por el asesinato del joven Walter Oyarce, a manos de unos salvajes que se dicen también hinchas de la U. Por eso escribo en primera persona, porque quiero asumir cada palabra de lo que sigue.
Soy hincha de la U porque vi jugar a José Fernández, a Héctor Chumpitaz, a Lucho Cruzado, a Roberto Challe, a Percy Rojas y a Juan Carlos Oblitas, porque vi en acción victoriosa la famosa «garra crema». Porque vi la convicción creciente de un equipo de gigantes, a partir de dos victorias consecutivas en Buenos Aires, allá por 1966, nada menos que ante Racing y River Plate. Y porque me sentí parte de su apogeo, como cuando -con su equipo suplente- fue subcampeón de la Copa Libertadores de América en 1971.
Algó pasó a fines de la década de los 80 cuando el símbolo merengue ya no fue el gran Lolo Fernández sino el impresentable Puma Carranza. Cuando Misterio, en su fase narcolumpen, se convirtió en líder de la fanaticada merengue. Cuando el grasiento Alfredo González alcanzó la presidencia del club y se dedicó a mentar la madre de los hinchas de Alianza Lima y a arrancar expedientes de las manos a los representantes del Ministerio Público. En resumen, cuando casi todo se hizo bosta.
Exijo, como estoy seguro, que la gran mayoría de los hinchas de Universitario, que el Loco David, Calígula, el Cholo Payet y todos sus cómplices sean ejemplarmente sancionados (en un momento de enfado descontrolado, confieso que llegué a pensar que la sanción perfecta sería entregar a estos criminales al Comando Sur).
Espero que, ahora sí, la sociedad tenga una respuesta unitaria y de largo plazo. Que la indignación no se desvanezca, ¡por favor!, ante la próxima noticia de primera plana. Derrotar al crimen que se disfraza de entusiasmo deportivo es algo perfectamente posible. Ya se logró en gran parte del mundo. Sólo hay que aplicar la receta. No puede ser tan difícil.
(Elmer Barrio de Mendoza)
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